martes, agosto 15, 2006
San Antonio (Trujillo) de los Altos
Quienes tienen parentela en el interior del país, saben que es imposible salir de casa sin el riguroso intercambio sagrado: previo a la batida de puertas y el tintinear de los móviles que cuelgan en el zaguán, cuando alguien pronuncia la frase “écheme la bendición”, alguna vieja santa –la que en ese momento vela por esa casa y por esa gente– olvida arepas, deja budares, salta muebles, trastabilla escalones, omite misas y alcanza el portón a como dé lugar, tan sólo para vocear: “Dios me la bendiga y me la favorezca y la Virgen me la acompañe y me la cuide”.
En un sábado como éste, la abuela regresaría al fogón (no tan rápido, “gracias al Santísimo ya todos se fueron y bien comiditos”), cubriría con un trapo limpio las telitas restantes, las dejaría sobre el tope de la cocina, colocaría las llaves sobre el tinajero, llegaría hasta la sala y antes de emprender cualquier otra actividad, rezaría –por lo bajito– un rosario. La abuela sabe que los sábados son días de “misterios gloriosos” y que le corresponden los mismos rezos de miércoles y domingos. Recuerda, porque lo decía su madre, que muchas oraciones son peligrosas. Sabe que Lucas Martínez Martínez, comunero de San Antonio, fue advertido por su padre. Y reconoce que las advertencias tienen árbol genealógico, que se siembran en la tierra.
Yo iba por un camino/me encontré con Jesucristo/Jesucristo es mi padre/Santa María es mi madre/los Ángeles mis hermanos/me tomaron una mano/y me llevaron a una fuente/cruz en mano cruz enfrente/cosa mala no me encuentre/hombre vivo mal peligro/hombre muerto buen acierto/el que bendició (sic) el cáliz/en la noche de la cena/bendiga esta casa/y el que habite en ella. “Estas oraciones las aprendí por papá. Él sabía muchas oraciones, ésas son oraciones sencillas, las que sabía mi abuelo Francisco Martínez eran oraciones buenas, pero más fuertes. Uno le decía ‘papá, enséñame esas oraciones’. ‘Tú no puedes saber esas oraciones mucho, tú eres muy nervioso y puedes matar a cualquiera con una de esas’; el tipo era apretado, él sabía, eran tipos que no sabían firmar, leer ni escribir. La fuerza de una oración es justamente Dios y la Virgen, porque si tú crees en Dios y la Virgen y en el Espíritu Santo a ti no te entra ni mosquito, yo sé esas oraciones y a mí no han podido embromarme (...).Con esta oración usted tranca su casa, no le cae nada malo”.
Más que cuento, la anécdota de Lucas Martínez Martínez es apenas una de las 24 historias que el escritor y carpintero Antonio Trujillo recoge en Testimonios de la niebla. Voces de los altos mirandinos. Presentado en noviembre de 2001 y editado por la Casa Nacional de las Letras Andrés Bello, el volumen reconstruye –a través de recuerdos, vida y milagros de los comuneros– un pasado del que hoy, enfáticamente, vale la pena enterarse.
Son relatos de aparecidos; hombres benditos con “sombreros agarrabalas”; contrastes entre la marea de la ciudad y la niebla de la montaña; récipes naturales (para la culebrilla, un buen rezo con yerbamora); historias cruzadas de los Altos de Yeguas y Quintana, de Pipe, Los Teques, el camino antiguo de San Diego, El Resbalón, la Cortada de Maturín, la quebrada de Los Desamparados, Saguareque o la Vuelta de Los Manfos. Son voces que pueblan páginas y que Trujillo hace llegar a la gente (como cronista municipal de San Antonio de los Altos), luego de un prólogo-fábula, tiernamente argumentado: “Debajo de las nieblas vivían las voces, en la única y múltiple boca de los labriegos, y allí estaban ellos, ágrafos y sabios, esperando la pregunta, esa lluvia que desborda el pasado. Así fui entrando a otra historia, una historia a veces antigua y otra recién venida por el furor imaginativo de los interlocutores, a quienes, una vez sobre las palabras, era imposible alcanzar”.
NR1: columna publicada en el suplemento Papel Literario del diario El Nacional, el sábado 21 de septiembre de 2002.
NR2: en la foto (tomada del libro: Testimonios dela niebla), Edmundo Díaz González y Pastora Herminia (1930).
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